viernes, 27 de marzo de 2015

Tratado sobre Chico Che.



Déjame que te cuente…
Por Sergio m. Trejo González.

“Para hacer una muralla, tráiganme todas las manos, los negros sus manos negras, los blancos sus blancas manos. Una muralla que vaya desde la playa hasta el monte, desde el monte hasta la playa, allá por el horizonte… ¡Tun tun! ¿Quién es?”
Por supuesto que estamos pensando en Chico Che, cantando a Nicolás Guillen, en este 29 de marzo, cuando se cumplen, no sé… 26 años de su repentino fallecimiento, consecuencia de un derrame cerebral.
Con este preámbulo comienzo. Ayúdenme a recordarlo.
Su nombre: Francisco José Hernández Mandujano, originario de Villahermosa, Tabasco. Abrigado con el aura de leyenda nació el 7 de diciembre de 1945, aunque por ahí se apunta, se insiste y se resiste, que nació en la Delegación Azcapotzalco. Hijo de padres tabasqueños, en una familia integrada por el Licenciado Gabriel Hernández Llergo y la Profesora Haydee Mandujano de Hernández, la hermana mayor Matilde Hernández Mandujano y la hermana menor Haydee Hernández Mandujano. Parientes, consecuentemente, de José Pagés Llergo y de Regino Hernández Llergo, los meros jefes del semanario ¡Siempre! y de la revista "Hoy”.
Chico Che, quedó huérfano de madre a los 5 años de edad, tiempo desde cuando mostró su interés y sus facultades para la música. Para luego se lo llevaron por el rumbo de Querétaro y como a los 17 años regresó a su tierra natal, donde intento terminar la carrera de leyes, pero su vocación por la música lo atrapó de tal manera que resolvió dedicarse a esta carrera profesionalmente, convirtiéndose al principio en rock and rolero en la época de los 60´s con el grupo de Los Venturosos, posteriormente en los 70's, se decidió incursionar en la música tropical con los Klippers, anduvo con los 7 Modernistas y después con Los Temerarios y con Los Bárbaros y luego funda el grupo “La Crisis”, junto con el saxofonista Eugenio Flores, que de alguna manera era como el distintivo musical junto a la voz aguardientosa de Chico Che, quien, debemos subrayar, se caracterizaba por su bigote, su cabellera larga, un peinado de raya en medio y su armadura de batalla: Overol de mezclilla, con pantalón de pechera y tirantes, además de los anteojos cuadradotes, que despertaban simpatía y notoriedad. Con esa gracia acumuló cantidad asombrosa de amigos, aquí, en Acayucan, llegó a tener su banda de admiradores que lo perseguían a cada una de sus presentaciones.
Lo escuchamos en vivo, la primera vez, en los años 70´s,  cuando tocaba su  tema instrumental: El Lagartijo. Allá en la colonia de “Las Gaviotas”, en la tierra del chorote y el peje, lugar que visitábamos regularmente con Antonio Pedrero Zurita y Adolfo Revuelta Gómez, para saludar a don Isidro Rodríguez, en ese sitio que bañaba el rio Usumacinta antes que le robaran espacio para construir un boulevard, adelgazamiento del cauce que ahora es causa, en parte, de las inundaciones que tanto afectan a esa población. Pero bueno, comenzaba a darse a conocer imponiendo su estilo por los rincones de Tabasco y en la región sur de nuestra república.
En Acayucan gustaba de pasearse por estas calles donde consiguió reputación y éxito. Mantuvo cierta amistad con el señor Roberto Luna Guevara, con Eduardo Zarate y Ruperto Hernández “Chimel”; además tenía entre sus múltiples admiradores locales a don Ignacio Barragán, Pancho Reyes, a José Luis Armas, Carlos Cordero, Francisco García Ricárdez, “Memo” Reyes, Teófilo “Chano” Vidal, al antropólogo Rubén Leyton y a mi hermano Alfonso.  Sin contar a los machines y carnales que le seguían en sus gruesas presentaciones, para armar la tocada y la horneada propia e inconfundible, por eso del aroma escandaloso de la cannabis. Las parejas en las presentaciones populares bailaban desafiando la temperatura elevada de la región que aun por las noches resulta criminal para cualquier actividad, con mayor razón para la danza bullanguera, desenfrenada, multitudinaria. Cada programa representaba un negocio rotundo para quienes organizaban un baile. Por eso todavía se recuerdan los bailazos que amenizaba Chico Che en la cancha de Cruz Verde, en la terraza Carta Blanca y la cueva del Club de  Leones. Carnavales, graduaciones y fiestas patronales resultaban exitosos cuando el carnet musical corría a cargo del ídolo Chico Che. Puedo asegurar que en Acayucan no había un domicilio donde no se tuviera uno de aquellos discos de acetato de 33 rpm, o una de esas unidades automotrices llamadas autoestéreo, que no trajera uno de esos cassetes que se reproducían en tocacintas, con la música de “El Ciclón del Sureste”.
“Los Nenes con los Nenes”,  “De quen chon”, “Quen pompo”, “El Chido Chido”,  “Se Tamba se tambalea”, “No le hace que le aunque”, “Que Culpa Tiene la Estaca”, “La Boleada”, “Mi cafetal”, “El Restaurancito”, “La Reforma Agraria”, “En eso llego Fidel”, “El Esdrújulo” y ese requerimiento musical en pícaro doble sentido: “Macorina, pon pon, Macorina ponme la mano aquí”, fueron la joyas musicales que se escuchaban durante todo el día por muchos rincones de nuestra ciudad. Eran los tiempos de gloria de Chico Che. Con la fama comenzaron los trofeos por altas audiencias en la radio en competencias con otros grupos, recibía muchos reconocimientos de las radiodifusoras; surgieron también los llamados a la televisión para programas en vivo como "Hoy mismo" y "Siempre en Domingo", llegando a proyectarse con su ritmo en la pantalla grande, en cuatro películas de largo metraje: “Despedida de soltero”, “Taquito de ojo”, “Huele a Gas” y “Delincuente”.
Existe gran cantidad de anécdotas que se han ido desvaneciendo hasta quedar muy cerca del olvido. Una que me contaron refiere que durante alguna presentación en su pueblo cierta dama instalada en primera fila, en el éxtasis de la alegría y el regocijo de la fiesta, gritaba: “¡Chico Che! tócame el Sapito”. A lo que nuestro ídolo respondió, con la cortesía y la cultura propia de las tierras de clima tropical, “ese, que se lo toque su marido”. Tal respuesta le habría de costar a Chico Che una especie de extradición o veto en el estado, pues la dama parece que resultaba esposa de don Leandro Rovirosa Wade, el señor Gobernador, en aquellos tiempos. Pero eso no significó el acabose, la versatilidad e inspiración, de Chico Che, lo mantuvo como lo que fue, uno de los íconos de la música tropical que rompe con los esquemas de su época y de los actuales. Su arte brotaba en genial capacidad musical para poder hacer una canción de cualquier tema; además que  registraba entre sus éxitos algunas piezas de la autoría de Chava Flores (el cronista musical urbano más ingenioso del país), y de don Carlos Puebla, el vocero oficial de la Revolución cubana.
En el trato con la gente, se recuerda que era un hombre original y sencillo, a pesar de los laureles de su éxito, era sin duda un personaje cordial; rebelde a las formalidades de la época desde la construcción de su atuendo que le procuraba esa personalidad abastecida en una historia de mucho roce con la pobreza, tan manifiesta en su entorno, con gente que luchaba a ras de pueblo para sobrevivir; por ello resultaba persona accesible y en razón de tal circunstancia su muerte causo dolor y tribulación aquel 29 de marzo de 1989, a los 43 años de edad, quedando ese vacío que nadie cubre nuestros escenarios de la colonia. Porque aun cuando los más ingratos y malagradecidos admiradores de Chico Che, permiten que se cubran con el polvo de los tiempos aquellos pretéritos y caducos romances de “manita sudada” o fajecito clandestino, efímero y fugaz, entre aquel follaje que circundaba nuestro  kiosco, Chico Che ¡Vive! en cada Rockola vieeeja, que resiste, quizá solamente para conservarse como reliquia, de donde salen esos acordes lánguidos… dulces, sensuales y dormilones que, parece, decían en su letra: “Siempre soñé, que tu vendrías a mí y hoy que es así, me siento tan feliz, creo estar soñando cuando tú me besas asíii”: Él, permanece en los corazones de la gente ¡Acuérdate! Recordar es vivir. Escuchar espontáneamente alguno de esos temas, es el mejor homenaje que podemos hacer a la memoria de Chico Ché.
Termino mi ensayo con un epilogo: “Los Chicomaniacos estudiosos han detectado que los ritmos sordos o hiperagudos e iterativos, que se liberan de la música del desaparecido “Ciclón del Sureste”, actúan sobre el hipotálamo, que segrega endorfinas que nos sumergen en un estado de arrobamiento, éxtasis y frenesí. Claro que estos ritmos tienen un efecto hipnótico y letárgico, dependiendo del estado personal producido por la maldita yerba, alguna bebida de moderación o por cuestiones de temperamento, lo que provoca de inmediato una impresión de alegría e incluso de euforia cuando no dan ganas de saltar, de dar vueltas sobre uno mismo y de bailar durante horas”.
 Puede usted, amable lector, no estar de acuerdo con tal estudio acucioso, vehemente y sublime, pero sépase que en estas provincias, praderas y predios, muchos de mis contemporáneos, y generaciones de alrededor, aunque lo nieguen o lo hayan olvidado, bailaron desesperadamente, poseídos por el ritmo de Chico Che.

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